Segundo impacto: el mercado de Tsujiki a las cuatro de la mañana. Manipuladoras de pescado que después se duchan y se limpian con jabón (nada que ver con las conserveras de Los lunes al sol, avergonzadas de sí mismas). Tercero: un bar de ramen en Koenji; los japoneses sorben sonoramente la sopa. El grabador de sonidos nos recuerda al protagonista de La vida de los otros, pero en este caso su “voyeurismo auditivo” no está justificado por las órdenes de la Stasi, sino por el mercado audiovisual (graba y vende) y por su propio placer (es un ser acompañante, pasivo). Y otros impactos: el cementerio de Ueno (Ryu va a limpiar las tumbas de aquéllos a los que ha asesinado por encargo): “El silencio de un cementerio en verano es como ningún otro silencio del mundo. Nunca rompimos ese silencio”. El último mensaje de la suicida, en su apartamento de Omotesando: “¿Por qué no me amaste tanto como yo te amé a ti?”
Hasta ahora hemos “sentido” dolor, rencor, silencio. Pero surge el personaje de David, un catalán que regenta una tienda de vinos (Vinidiana), en el que comprobamos que, tan lejos, pueden disfrutar de los deliciosos caldos de Torres. Ryu y el señor Isoza se citan en un parque de atracciones kitsch, Hanayashiki, y realizan su “transacción” (la foto de David, el dinero) en una cabina de la noria. David le seduce a Ryu de alguna forma (“¿sensual? No sabía que había vinos sensuales” “Todo puede ser sensual”; le ofrece probar un vino del año de su nacimiento (1980), “tu dinero no sirve aquí”, le pide que le salve la vida: “No puedo cenar solo esta noche. Si ceno solo esta noche, beberé demasiado y, si bebo demasiado, me pondré horriblemente triste y, si me pongo horriblemente triste, lloraré, la gente se burlará de mí y empezaré a pensar en todas las razones que tengo para hacerme el harakiri”. La iniciativa de David, encantadora, contrasta en Ryu con la pasividad del grabador de sonidos, tediosa.
David y Ryu toman una sopa de ramen (ella hace ruido sorbiendo la sopa, él no) en Shimokitazawa. Ríen juntos (definitivamente, es cuando la conquista). Después pasean, hablan de pachinko (un juego de bolitas luminosas que te aturde e hipnotiza), de karaoke, de la novia de David que se suicidó hace un mes. Bueno, en realidad habla él y ella escucha: “Todas esas chorradas sobre la diferencia entre los japoneses y el resto del mundo… No somos tan diferentes, al menos los hombres no lo somos. Los hombres somos exactamente igual de capullos en todos los países; yo he hecho exactamente lo que cualquier hombre del mundo, africano, americano, japonés, francés…: sólo he hablado de mí y no te he hecho una sola pregunta sobre ti, si vives sola o con alguien, dónde trabajas, las cosas que te gustan…”
Después van a un “Love hotel”, el Bastille, una torre Eiffel de color rosa que emite ráfagas de luz verde. Eligen una habitación que reproduce un vagón de metro, y hacen el amor (con rabia, con profunda tristeza, él recordando a su novia fallecida, ella dejándose llevar). Allí irán varias veces (David es “un hombre honesto sin alma. Eso da mucho miedo”), seremos espectadores del sexo oral de un catador de vinos a una limpiadora de pescado (“estoy muy orgullosa de haber dirigido la escena en que David se saca un pelito de la boca después de hacerle un cunnilingus a Ryu”, ha declarado la Coixet) y escuchamos la preciosa versión de Hibari Misora de La vie en rose. Todo un descubrimiento. El grabador de sonidos se da cuenta de que “(desde que Ryu estaba con David) había un brillo nuevo en sus ojos. Sólo su silencio era el mismo”.
Nagara-san, a quien vemos ausente en una reunión del consejo de su empresa en Aoama, desea venganza. Y su fiel Isoza, a falta de Ryu, se la va a proporcionar (este episodio me recordó a la madrastra de Blancanieves y al lacayo incapaz de matarla). David piensa volverse a Barcelona y Yoshi, que se va a quedar la tienda de vinos, le comenta: “sé que no es asunto mío y, aun a riesgo de dinamitar la idea que los occidentales tenéis de la discreción oriental, voy a hacerlo: Midori se creía sus propias películas. Midori había escuchado demasiadas veces Madame Butterfly. Midori no se suicidó porque no la quisieras o porque no supieras hacerla feliz o porque una vez llegaras media hora tarde a una cita o en un restaurante miraras diez segundos de más a la camarera. Midori se suicidó para fastidiar a su padre y de paso fastidiarte a ti. No me parece una razón suficiente para que siga jodiéndote la vida después de muerta”.
Ryu cree que la gente no cambia (“La única cosa a la que temía Ryu era al miedo. Y al amor, claro”). Cuando David se va a despedir de ella en el mercado de pescado, aparece Isoza-san y, al disparar a David, Ryu se interpone. “Sé que a Ryu le hubiera gustado saber que, cuando volvió a Barcelona, él pasó un tiempo sin saber quién era ni donde estaba”. Monta una tienda de productos japoneses, hace catas de sake, ve pelis como Tokio story, de Ozu, una y otra vez… “Y aunque se casó y tuvo un hijo, siempre guardó en su corazón un cuarto secreto en forma de vagón de metro donde alguna que otra vez, cuando su vida se le antojaba completamente irreal, le esperaba Ryu.” Me ha recordado al final de El Príncipe de las mareas (aquella película de Barbra Streisand y Nick Nolte, basada en una excelente novela).
Último impacto. El narrador, el grabador de sonidos limpia la tumba de Ryu. “El deseo que Ryu escribió en las tablillas del templo de Kamagome se cumplió”. Los románticos empedernidos podemos pensar que era conocer el Amor.